El tiempo no se nos va, nos vamos con él. Que sea o no nuestro o que tienda a quedarse le es más indiferente que a nosotros, aunque nos necesita, siquiera para poder irse mejor. Basta escuchar, “Avec le temps”, tal vez en la versión de Patricia Kaas, para sentir hasta qué punto se esfuma y se desvanece para erigirse con más contundencia. Aunque es suficiente con estar un tanto vivo para experimentarlo.
La impresión de que algo se va puede tenerse incluso antes
de que haya venido. No es un monopolio de la vejez, sino de la edad, y hay
quien conoce esa sensación desde la infancia. Hay acontecimientos que nos
demarcan esa edad, hechos y vivencias que conforman una sensibilidad, que es más con el
tiempo que por el tiempo. Con él no hace falta mucho más para
aprender que lo que permanece es el devenir, algo que nos enseñan Parménides y Heráclito cuando
les escuchamos conjuntamente. Como lo hacen tantos incidentes que son
verdaderos sucesos de nuestra vida.
No es simplemente la constatación de lo que pasa, de lo que huye, de lo que
se va. Ni siquiera solo de la fugacidad o de lo efímera que es la existencia.
Es tan reiterativa la mención que prácticamente resulta tan cotidiana como
cualquier silencio. En efecto, la más prolongada de las vidas no deja de ser un
soplo. Solola intensidad de cada instante la hace dilatarse y
diferirse como el propio tiempo tiende a hacernos creer. Sin embargo, nada es
capaz de una perdurabilidad, salvo la memoria, que ya nunca es simple recuerdo.
Y es la de quienes quedan, tantas veces los otros.
No olvidar lo que con el tiempo ocurre viene a ser un verdadero acicate
para una forma singular de coraje y de valentía, para una reconstitución de la
escala de valores, para adoptar una mirada diferente respecto de ciertas
urgencias. Y, sin duda, en quienes la tienen se reconoce una distancia respecto
de determinadas euforias o de ciertas desazones. No es apatía, ni indiferencia,
es una forma de saber. Y una convocatoria a una serena entrega, lejos de los
arrebatos de la prisa, de las iniciativas del miedo.
Con el tiempo todo es bien diferente, sin necesidad de ser radicalmente tan
distinto. Considerar que el sobresalto y la agitación constante, la
precipitación y la proliferación de actividades vencen al tiempo, le ganan la
partida, van antes y más lejos, hasta el punto de sobrepasarlo, de superarlo,
es ignorar que incluso “el concepto” que, a decir de Hegel,
“borra el tiempo”, queda tomado para siempre con su abrazo. Con el
tiempo encontramos algo o a alguien, precisamente en la medida en que estamos
desprovistos, despojados, despedidos de lo que no se deja retener.
Solo con el tiempo la mirada puede llegar a ser justa, obnubilada ahora con
lo que sucede. Ignorarlo impide cualquier perspectiva y toma de distancia. Todo
resulta plano y homogéneo, enmascarado de una febril premura. Los hechos se
suceden unos a otros, las etapas de la vida, las peripecias y situaciones, los
estados personales, sociales y políticos. La única emoción parece reservarse
para lo más deslumbrante y exitoso y, mientras lo perseguimos, todo viene a ser
tiempo ya vivido. Hasta el punto de que más bien él vive lo nuestro, que es lo
suyo.
Sin embargo, ahí radica nuestra posibilidad. Habitar cada
instante supone una complicidad con el tiempo, y eso nos permite saborear, que
es un modo de saber, la maduración en lo que consiste despedirse. Y con
aquellos otros, los otros, que participan de la misma travesía. Encontrarse con
quienes han hecho asimismo la experiencia de lo que acontece con el tiempo, la
experiencia que, en alguna medida, es la del propio tiempo, nos procura la participación
conjunta en una forma de vida capaz de comprender la contundencia de
su fragilidad.
Fiarlo todo al tiempo, con la confianza de que haga nuestro trabajo, como
si laborara al margen de nuestra acción, como si pudiera ser nuestro sin
nosotros, es ignorar hasta qué punto somos con él. Ampararnos, excusarnos en la
confianza de que él todo lo puede, todo lo supera, todo lo
olvida, todo lo cura, supone desconocer hasta qué punto nos
precisa para hacerlo. Decir que somos con él es subrayar que solo con él somos,
esto es, que somos temporales, que es condición de posibilidad, y no un
recipiente, ni un aditamento.
Cuando decimos que el tiempo huye, confirmamos hasta qué punto nos vamos
desprendiendo de nosotros mismos, como si este fuera el vivir del mortal, la
intensidad de lo irrepetible, una y otra vez. Ello no nos impide añorar,
incluso lo no vivido. Ello no nos impide reconocer lo que nos falta, lo que
perdimos, lo que quizá nunca encontramos. Y hemos de aprender pronto, bien
pronto, lo que significa, sin necesidad de sorprendernos con los años.
Por eso es tan desconcertante vernos impelidos a ciertas formas de vida que
parecen no comprender lo que con el tiempo siempre nos ocurre, como si él
estuviera a nuestra disposición, como un bien más de consumo. No cabe olvidar
que son posibles las grandes hazañas, los sucesos históricos, las acciones
heroicas, pero conviene no precipitarse a expedir certificados de
acontecimiento a lo que buscamos, deseamos o vivimos. Con el tiempo
habita otra sencillez, no exenta de ambición, y demorarse en él libera de
algunas fantasiosas ingenuidades, sin duda dignas de admiración.
Cuando Aristóteles habla del asombro que supone el devenir
y del terror que ello produce, algo bien distinto del miedo, lo denomina “la
maravilla”. No es una simple sorpresa inicial, es un pathos que
acompaña y sostiene toda la existencia. Con el tiempo aprendemos a ser
temporales. Y a vivir gozosos, con una dicha no exenta de dolor, esa condición.
Artículo publicado por Ángel Gabilondo en el blog "El salto del ángel"
Imagen: La llave de los campos de René Magritte (óleo sobre lienzo)
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