En la naturaleza hay múltiples animales que, a
medida que pasa el tiempo, se van deshaciendo de aquello que ya no necesitan. Por ejemplo, mudan de piel o, cambian de pelaje cuando llegan las
estaciones cálidas. Del mismo modo el
ser humano, según va desarrollándose como persona, va deshaciéndose de las
ideas que otros le han ido inculcando. Va cambiando, para que desaparezcan esas
cualidades que odia, va dejando los vicios que sabe que no le van a llevar a
nada bueno y, va ignorando aquellas relaciones que en su momento le resultaron
beneficiosas. Ciertamente, el ser humano podrá deshacerse de sus ideas, de sus
defectos, de sus costumbres, de sus amistades... Pero si
hay algo de lo que nunca se va a poder deshacer, es de su conciencia.
Entendemos por conciencia el conocimiento interior
que poseen todas las personas acerca de lo que está bien y de lo que está mal. A
priori, si actuamos siguiendo los principios o valores morales en los que
fundamentamos nuestro comportamiento, la conciencia nos dirá que estaremos en sintonía con ella, o lo que es lo mismo: que actuamos bien.
Sin embargo, cuando esos valores entran en conflicto con otros, la cosa cambia porque ya no sabremos si
realmente estamos haciendo lo correcto. Para solucionar este conflicto,
utilizamos los juicios morales, que son el conjunto de reflexiones que nos
llevan a decidir qué principio moral es el más adecuado para guiar nuestra
conducta en una determinada circunstancia.
Esta confrontación de valores es la base para el
desarrollo de una de las ramas de la filosofía: la ética. A lo largo de los
siglos múltiples filósofos han promulgado sus doctrinas sobre cómo debemos actuar,
sin embargo, la rama de la ética en la que se han llevado a la práctica estas
doctrinas ha sido en la ética aplicada. Este término, utilizado por primera vez
por Stephen Toulmin, designa la
parte de la filosofía dirigida a la solución de los problemas que surgen en
otras disciplinas, incluyendo la bioética, el medio ambiente o la distribución
de la riqueza.
Para contestar a la pregunta planteada nos
centraremos en la bioética, que da respuesta a los dilemas a los que se
enfrentan los científicos, médicos, pacientes e incluso familiares en los casos
de clonación, aborto y eutanasia, principalmente.
Dejando a un lado a aquellos que resuelven estas
cuestiones basándose en los preceptos de su religión sin necesidad de recurrir
a sus juicios morales, se distinguen dos escuelas principales dentro de la
bioética: la escuela principalista y la casuística; así como una tercera
escuela que defiende una combinación de ambas doctrinas. La primera, como la
teoría ética de Kant, es una ética de principios, según la cual cualquier
conflicto bioético debe juzgarse de acuerdo a unos principios morales que se
plantearon en 1981 en el Informe Belmont.
Este documento se elaboró con el fin de limitar el avance científico de
aquel momento para la protección de los derechos humanos. Los principios
estipulados en este informe, que se establecieron como los principios de la
bioética, son cuatro: el principio de beneficencia, según el cual hay que
buscar siempre el bienestar del paciente; el principio de maleficencia, basado
en el principio hipocrático de “Primum
non nocere” (ante todo no hacer daño). El principio de autonomía, que
estipula que siempre hay que respetar la voluntad del paciente. Y el principio
de justicia, que ratifica que los beneficios de las investigaciones médicas
deben llegar a todas las personas.
El médico y filósofo Diego Gracia se muestra partidario de esta escuela estableciendo
además en su obra Procedimientos de
Decisión en Ética Clínica una jerarquía interna: en el primer nivel, el
principio de no maleficencia junto con el principio de justicia como “ética de
mínimos” que deben ser garantizados por el gobierno. Y, en el segundo nivel, el
principio de autonomía junto con el principio de beneficencia como una “ética
de máximos” cuya aplicación depende del enfermo.
Sin embargo, también podemos fundamentar nuestros
juicios morales siguiendo la escuela casuística, partidaria de analizar cada
caso concreto para así decidir qué ética es la más adecuada a seguir. Por lo
tanto, esta posición no defiende la aplicación de unos principios determinados en todas las
ocasiones, sino que aboga por la aplicación de distintas éticas en función de
las consecuencias que esto vaya a tener, es decir, defiende un claro
consecuencialismo.
Este modelo ético se propone
por vez primera en 1994, en el libro Clinical
Ethics and the Four Principles del especialista en ética biomédica A. R Jonsen. En dicha obra, el autor
plantea que los casos clínicos deben analizarse desde cuatro parámetros en el
siguiente orden: las indicaciones médicas en primer lugar, seguidas de las
preferencias del paciente, para pasar, en tercer lugar, a las expectativas en cuanto a calidad
de vida y, por último, los rasgos contextuales (sociales, económicos, jurídicos,
administrativos, etc.). A pesar de que estos parámetros acaban remitiendo a los
principios del Informe Belmont, algunos
representantes de esta escuela, como Stephen Toulmin, Mark Siegler y William J.
Winslade, establecen una clara diferencia entre ambas escuelas en su obra Clinical
Ethics: A Practical Approach to Ethical Decisions in Clinical Medicine, 4th
Edition :
“Nuestro método
arranca, no con los principios y las normas, como hacen otros muchos tratados
de ética, sino con la presentación de las características objetivas del caso.
Haremos referencia a los principios y a las normas a medida que sean relevantes
en el debate de los parámetros. De este modo, evitaremos debatir en abstracto
sobre los principios o, lo que es más, evitaremos asumir un solo principio como
el único elemento guía del caso. Como mejor se comprenden las normas y los
principios éticos es en el contexto particular de las circunstancias reales de
un caso”
Una vez analizadas las teorías de las
dos escuelas como fundamento para justificar nuestros juicios morales a la hora
de tomar decisiones acerca de la vida o muerte de un paciente, resta evaluar la
legitimidad de dichos criterios. La pregunta que nos planteamos es: ¿hasta
dónde podemos llegar si a la hora de tomar estas decisiones solo tenemos en
cuenta estas dos escuelas? Tomando como ejemplo los casos más conflictivos
dentro de la bioética, el caso de la
eutanasia solicitada por el propio enfermo se podría justificar recurriendo a ambas posturas ya que respeta el principio de autonomía porque se acata la
voluntad del paciente además de cumplir con el parámetro 2, el 3, ya que las
expectativas en cuanto a una buena calidad de vida son inexistentes y, el 4 (en
aquellos países en los que la legislación lo permite), puesto que se tiene en
cuenta la carga social y económica que supone un enfermo crónico para las
familias. Sin embargo, ¿es legal la eutanasia en todos los países? La respuesta
es no, por lo que no se cumple el principio de justicia al no tener todos los
enfermos crónicos acceso a ella. Pero, además, en aquellos países como, por ejemplo, Holanda en los que sí es legal, no a todo el mundo le otorga la sanidad pública
la posibilidad del suicidio asistido, surgiendo, de esta manera, clínicas privadas. En estos
casos, ya no es solo que los beneficios de las investigaciones médicas no
lleguen a todas las personas, sino que en aquellos países a los que sí pudiesenan
llegar, la posibilidad de morir se convierte en una oportunidad solo para los
ricos.
En cuanto al aborto, si nos centramos
en los casos en los que ni la salud de la madre ni la del feto corren peligro, sino
que simplemente hablamos de un embarazo no deseado, este se podría justificar utilizando
las doctrinas de ambas escuelas ya que de nuevo se cumple el principio de
autonomía del paciente y el parámetro 2 y 4. No obstante, ¿quién tiene en
cuenta la voluntad del feto que más adelante será un niño con la misma
capacidad de pensamiento y elección que la madre? ¿Quién decide que no tiene
derecho a la vida? Desde luego es injustificable el aborto a partir del
parámetro 3, ya que las expectativas en cuanto a calidad de vida son excelentes
para ambos (e incluso la salud de la madre corre más peligro en caso de
practicarle el aborto, incumpliendo el principio de maleficencia), y tampoco se
están respetando las indicaciones médicas.
Además, si atendemos a estos dos casos
surge una nueva cuestión: la medicina, creada para curar enfermedades y permitir que
los seres humanos vivamos el mayor tiempo posible; ¿se estaría utilizando esta, para preservar la vida de
acuerdo a su finalidad? ¿O se estaría utilizando en contra de dicha finalidad,
es decir, para quitar la vida?
Es evidente que este
último argumento no se podría aplicar en contra de la clonación reproductiva, ya que no se está
quitando la vida a ningún ser vivo y, además, sería justificable porque cumple
con el principio de autonomía al respetar la voluntad del paciente. Sin
embargo, no cumple con el principio de justicia porque no es algo a lo que
todas las personas tengan acceso independientemente de sus recursos económicos
y, de acuerdo a algunos autores, perderíamos nuestra esencia humana al ser una
copia idéntica de otra persona, un hombre a la carta.
Hasta aquí, creo que ha quedado demostrado que no
podemos considerar que estos criterios de justificación sean legítimos en todos los casos, ya que si
sólo tenemos en cuenta estas dos escuelas, podría justificarse cualquier acción
en el ámbito de la biomedicina, aunque esta fuera en contra de la finalidad de
la propia medicina, en contra del derecho a vivir e incluso en contra del derecho a
morir.
Por lo tanto, si al inicio del
ejercicio se planteaba que la ética aplicada se utilizaba en la disciplina de
la bioética para establecer qué forma de actuar es la más apropiada para
dirigir nuestras acciones cuando distintos principios entran en conflicto,
ahora podemos afirmar que si bien es posible que ayude, no nos da unos
fundamentos claros en los que justificar nuestros actos. Y, ejemplos de ello los encontramos cuando un paciente está en coma y no puede expresar su voluntad, o cuando la salud
de la madre en caso de embarazo corre un serio peligro.
En síntesis, en el caso de la
bioética, existen dos escuelas principales que pueden dar fundamento a los
juicios morales que llevemos a cabo para orientar nuestras decisiones. Sin
embargo, yo considero que la mejor ética a utilizar es la planteada por la
tercera escuela mencionada al principio de la exposición. Se trata del relativismo
moderado propuesto por Ferrater Mora
y Priscilla Cohn, según el cual no
hay que analizar las situaciones teniendo en cuenta únicamente las
consecuencias (escuela casuística) ni siguiendo únicamente unos principios
(escuela principalista), sino que, teniendo en cuenta esos principios hay que
analizar las consecuencias. No obstante, si el relativismo moderado tampoco
funciona, mejor será que prestemos atención a lo que nos dice la conciencia,
porque en la vida también podemos deshacernos de una filosofía concreta, pero
de la conciencia..., la cosa es más complicada.
Trabajo realizado por Julia Ramírez Simón, alumna de Segundo Curso de Bachillerato Internacional
Imagen: In Plato´s cave I, de Robert Motherwell (1972)
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