jueves, 17 de septiembre de 2015

¿EN QUÉ FUNDAMENTAMOS NUESTROS JUICIOS MORALES?






En la naturaleza hay múltiples animales que, a medida que pasa el tiempo, se van deshaciendo de aquello que ya no necesitan. Por ejemplo, mudan de piel o, cambian de pelaje cuando llegan las estaciones cálidas. Del mismo modo el ser humano, según va desarrollándose como persona, va deshaciéndose de las ideas que otros le han ido inculcando. Va cambiando, para que desaparezcan esas cualidades que odia, va dejando los vicios que sabe que no le van a llevar a nada bueno y, va ignorando aquellas relaciones que en su momento le resultaron beneficiosas. Ciertamente, el ser humano podrá deshacerse de sus ideas, de sus defectos, de sus costumbres, de sus amistades... Pero si hay algo de lo que nunca se va a poder deshacer, es de su conciencia.
Entendemos por conciencia el conocimiento interior que poseen todas las personas acerca de lo que está bien y de lo que está mal. A priori, si actuamos siguiendo los principios o valores morales en los que fundamentamos nuestro comportamiento, la conciencia nos dirá que estaremos en sintonía con ella, o lo que es lo mismo: que actuamos bien. Sin embargo, cuando esos valores entran en conflicto con otros, la cosa cambia porque ya no sabremos si realmente estamos haciendo lo correcto. Para solucionar este conflicto, utilizamos los juicios morales, que son el conjunto de reflexiones que nos llevan a decidir qué principio moral es el más adecuado para guiar nuestra conducta en una determinada circunstancia.
Esta confrontación de valores es la base para el desarrollo de una de las ramas de la filosofía: la ética. A lo largo de los siglos múltiples filósofos han promulgado sus doctrinas sobre cómo debemos actuar, sin embargo, la rama de la ética en la que se han llevado a la práctica estas doctrinas ha sido en la ética aplicada. Este término, utilizado por primera vez por Stephen Toulmin, designa la parte de la filosofía dirigida a la solución de los problemas que surgen en otras disciplinas, incluyendo la bioética, el medio ambiente o la distribución de la riqueza.
Para contestar a la pregunta planteada nos centraremos en la bioética, que da respuesta a los dilemas a los que se enfrentan los científicos, médicos, pacientes e incluso familiares en los casos de clonación, aborto y eutanasia, principalmente.
Dejando a un lado a aquellos que resuelven estas cuestiones basándose en los preceptos de su religión sin necesidad de recurrir a sus juicios morales, se distinguen dos escuelas principales dentro de la bioética: la escuela principalista y la casuística; así como una tercera escuela que defiende una combinación de ambas doctrinas. La primera, como la teoría ética de Kant, es una ética de principios, según la cual cualquier conflicto bioético debe juzgarse de acuerdo a unos principios morales que se plantearon en 1981 en el Informe Belmont. Este documento se elaboró con el fin de limitar el avance científico de aquel momento para la protección de los derechos humanos. Los principios estipulados en este informe, que se establecieron como los principios de la bioética, son cuatro: el principio de beneficencia, según el cual hay que buscar siempre el bienestar del paciente; el principio de maleficencia, basado en el principio hipocrático de “Primum non nocere” (ante todo no hacer daño). El principio de autonomía, que estipula que siempre hay que respetar la voluntad del paciente. Y el principio de justicia, que ratifica que los beneficios de las investigaciones médicas deben llegar a todas las personas.
El médico y filósofo Diego Gracia se muestra partidario de esta escuela estableciendo además en su obra Procedimientos de Decisión en Ética Clínica una jerarquía interna: en el primer nivel, el principio de no maleficencia junto con el principio de justicia como “ética de mínimos” que deben ser garantizados por el gobierno. Y, en el segundo nivel, el principio de autonomía junto con el principio de beneficencia como una “ética de máximos” cuya aplicación depende del enfermo.
Sin embargo, también podemos fundamentar nuestros juicios morales siguiendo la escuela casuística, partidaria de analizar cada caso concreto para así decidir qué ética es la más adecuada a seguir. Por lo tanto, esta posición no defiende la aplicación de unos principios determinados en todas las ocasiones, sino que aboga por la aplicación de distintas éticas en función de las consecuencias que esto vaya a tener, es decir, defiende un claro consecuencialismo. 
Este modelo ético se propone por vez primera en 1994, en el libro Clinical Ethics and the Four Principles del especialista en ética biomédica A. R Jonsen. En dicha obra, el autor plantea que los casos clínicos deben analizarse desde cuatro parámetros en el siguiente orden: las indicaciones médicas en primer lugar, seguidas de las preferencias del paciente, para pasar, en tercer lugar, a las expectativas en cuanto a calidad de vida y, por último, los rasgos contextuales  (sociales, económicos, jurídicos, administrativos, etc.). A pesar de que estos parámetros acaban remitiendo a los principios del Informe Belmont, algunos representantes de esta escuela, como  Stephen Toulmin, Mark Siegler y William J. Winslade, establecen una clara diferencia entre ambas escuelas en su obra Clinical Ethics: A Practical Approach to Ethical Decisions in Clinical Medicine, 4th Edition :

“Nuestro método arranca, no con los principios y las normas, como hacen otros muchos tratados de ética, sino con la presentación de las características objetivas del caso. Haremos referencia a los principios y a las normas a medida que sean relevantes en el debate de los parámetros. De este modo, evitaremos debatir en abstracto sobre los principios o, lo que es más, evitaremos asumir un solo principio como el único elemento guía del caso. Como mejor se comprenden las normas y los principios éticos es en el contexto particular de las circunstancias reales de un caso”

Una vez analizadas las teorías de las dos escuelas como fundamento para justificar nuestros juicios morales a la hora de tomar decisiones acerca de la vida o muerte de un paciente, resta evaluar la legitimidad de dichos criterios. La pregunta que nos planteamos es: ¿hasta dónde podemos llegar si a la hora de tomar estas decisiones solo tenemos en cuenta estas dos escuelas? Tomando como ejemplo los casos más conflictivos dentro de la bioética,  el caso de la eutanasia solicitada por el propio enfermo se podría justificar recurriendo a ambas posturas ya que respeta el principio de autonomía porque se acata la voluntad del paciente además de cumplir con el parámetro 2, el 3, ya que las expectativas en cuanto a una buena calidad de vida son inexistentes y, el 4 (en aquellos países en los que la legislación lo permite), puesto que se tiene en cuenta la carga social y económica que supone un enfermo crónico para las familias. Sin embargo, ¿es legal la eutanasia en todos los países? La respuesta es no, por lo que no se cumple el principio de justicia al no tener todos los enfermos crónicos acceso a ella. Pero, además, en aquellos países como, por ejemplo, Holanda en los que sí es legal, no a todo el mundo le otorga la sanidad pública la posibilidad del suicidio asistido, surgiendo, de esta manera, clínicas privadas. En estos casos, ya no es solo que los beneficios de las investigaciones médicas no lleguen a todas las personas, sino que en aquellos países a los que sí pudiesenan llegar, la posibilidad de morir se convierte en una oportunidad solo para los ricos.
En cuanto al aborto, si nos centramos en los casos en los que ni la salud de la madre ni la del feto corren peligro, sino que simplemente hablamos de un embarazo no deseado, este se podría justificar utilizando las doctrinas de ambas escuelas ya que de nuevo se cumple el principio de autonomía del paciente y el parámetro 2 y 4. No obstante, ¿quién tiene en cuenta la voluntad del feto que más adelante será un niño con la misma capacidad de pensamiento y elección que la madre? ¿Quién decide que no tiene derecho a la vida? Desde luego es injustificable el aborto a partir del parámetro 3, ya que las expectativas en cuanto a calidad de vida son excelentes para ambos (e incluso la salud de la madre corre más peligro en caso de practicarle el aborto, incumpliendo el principio de maleficencia), y tampoco se están respetando las indicaciones médicas.
Además, si atendemos a estos dos casos surge una nueva cuestión: la medicina, creada para curar enfermedades y permitir que los seres humanos vivamos el mayor tiempo posible; ¿se estaría utilizando esta, para preservar la vida de acuerdo a su finalidad? ¿O se estaría utilizando en contra de dicha finalidad, es decir, para quitar la vida?
Es evidente que este último argumento no se podría aplicar  en contra de la clonación reproductiva, ya que no se está quitando la vida a ningún ser vivo y, además, sería justificable porque cumple con el principio de autonomía al respetar la voluntad del paciente. Sin embargo, no cumple con el principio de justicia porque no es algo a lo que todas las personas tengan acceso independientemente de sus recursos económicos y, de acuerdo a algunos autores, perderíamos nuestra esencia humana al ser una copia idéntica de otra persona, un hombre a la carta.
Hasta aquí, creo que ha quedado demostrado que no podemos considerar que estos criterios de justificación sean legítimos en todos los casos, ya que si sólo tenemos en cuenta estas dos escuelas, podría justificarse cualquier acción en el ámbito de la biomedicina, aunque esta fuera en contra de la finalidad de la propia medicina, en contra del derecho a vivir e incluso en contra del derecho a morir.
Por lo tanto, si al inicio del ejercicio se planteaba que la ética aplicada se utilizaba en la disciplina de la bioética para establecer qué forma de actuar es la más apropiada para dirigir nuestras acciones cuando distintos principios entran en conflicto, ahora podemos afirmar que si bien es posible que ayude, no nos da unos fundamentos claros en los que justificar nuestros actos. Y, ejemplos de ello los encontramos cuando un paciente está en coma y no puede expresar su voluntad, o cuando la salud de la madre en caso de embarazo corre un serio peligro.
En síntesis, en el caso de la bioética, existen dos escuelas principales que pueden dar fundamento a los juicios morales que llevemos a cabo para orientar nuestras decisiones. Sin embargo, yo considero que la mejor ética a utilizar es la planteada por la tercera escuela mencionada al principio de la exposición. Se trata del relativismo moderado propuesto por Ferrater Mora y Priscilla Cohn, según el cual no hay que analizar las situaciones teniendo en cuenta únicamente las consecuencias (escuela casuística) ni siguiendo únicamente unos principios (escuela principalista), sino que, teniendo en cuenta esos principios hay que analizar las consecuencias. No obstante, si el relativismo moderado tampoco funciona, mejor será que prestemos atención a lo que nos dice la conciencia, porque en la vida también podemos deshacernos de una filosofía concreta, pero de la conciencia..., la cosa es más complicada.

Trabajo realizado por Julia Ramírez Simón, alumna de Segundo Curso de Bachillerato Internacional

Imagen: In Plato´s cave I, de Robert Motherwell (1972)

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