Johann Gottfried von
Herder, que lo tuvo como profesor, dio escribir sobre él esta frase memorable:
"Ninguna cábala, ninguna secta, ninguna ventaja, ninguna aspiración a la
fama tenía para él un estímulo en comparación con la ampliación y la
iluminación de la verdad". Arthur Schopenhauer, que sometió a crítica su
metafísica, no dejó por ello de admirar su conocimiento claro y sereno, la
reflexión y la habilidad con que desmontó "pieza por pieza toda la
maquinaria de nuestra capacidad cognoscitiva", sacando a la filosofía
occidental de la tosquedad y el sueño dogmático en que había vivido sumida
antes de él.
Vivió en la ciudad de
Königsberg, entonces Prusia y ahora Rusia (donde la conocen como Kaliningrado).
Se llamaba Immanuel Kant y a él se debe la mayor revolución filosófica de la
modernidad, la proeza descomunal de someter a crítica a la razón humana en
todas sus facetas, desde la ética hasta la metafísica, revelando los límites de
nuestro conocimiento y nuestros juicios. Es posible que le sorprendiera saber
que dos siglos después de su muerte se convertiría en protagonista de una
precampaña electoral en ese soleado y exótico país del sur de Europa llamado
España, en su época tan ferozmente atrasado que vivía sometido a la inercia de
una dinastía decadente y a duras penas había sido capaz de acoger algunas de
las ideas de la Ilustración.
Kant era consciente de
las dificultades que su filosofía planteaba: solía decir que había llegado con
un siglo de adelanto. Schopenhauer afirmaba que su estilo poseía "la
impronta de un espíritu superior, de una genuina y firme originalidad, de una
capacidad de pensar totalmente extraordinaria", lo que para él se traducía
en una "resplandeciente aridez". Con esta fórmula oponía la
complejidad del pensador de Königsberg a la de su odiado Hegel, contra cuya
prosa lanzó en su obra culminante, El mundo como voluntad y representación,
esta andanada mortal: "La mayor desfachatez a la hora de servir auténticos
absurdos, ensartando palabras vanas y delirantes, como hasta entonces sólo se
habían escuchado en los manicomios, culminó finalmente en Hegel y fue el
instrumento de la más burda mistificación que jamás existió, con un éxito que
le parecerá increíble a la posteridad y perdurará como un monumento a la
necedad alemana". La aridez expositiva de Kant, por el contrario, provenía
para Schopenhauer de la sabiduría y la lucidez superior.
Sobre estas premisas,
quizá deba juzgarse con indulgencia que dos jóvenes políticos de la España del
siglo XXI (Pablo Iglesias y Albert Rivera), que no se distingue precisamente por invitar a menudo a sus
habitantes a la degustación de arideces filosóficas, queden en evidencia al
traer a colación el pensamiento kantiano: el uno citando un más que improbable
título de Kant, resultante de embarullar la ética con la metafísica; y el otro,
reconociéndolo como influencia crucial en su visión del mundo pero declarándose
incapaz de citar un libro debido a su pluma que haya leído. A Kant apenas se le
entendió en su época, se le malinterpretó a menudo después, y las más ilustres
cabezas pensantes, enfrentadas a sus páginas, hubieron de admitir que ofrecían
una lectura inhóspita.
"Todo hombre acaba
siendo el sofista de su ilusión juvenil", escribe Kant en uno de sus
libros más breves y menos herméticos, Los sueños de un visionario. A estos
nuevos líderes, hijos de su tiempo y su lugar, donde impera el desprecio hacia
las humanidades en todas sus formas y las finanzas y la tecnología se aúpan a
la cima de todos los saberes, se les acusa de haber elevado sus someras
nociones kantianas, adquiridas de segunda mano en tiempos de bachillerato o
universidad, y apenas luego profundizadas, a la fingida categoría de bagaje
personal.
Otra posibilidad sería
anotar a los dos candidatos el mérito de traer a Kant a la campaña, por
imprecisos y torpes que sean sus recuerdos de él. Mientras tanto, otros hablan
de fútbol.
Artículo publicado por Lorenzo Silva en el diario El Mundo
Imagen: "Yes we Kant" (fotomontaje)
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