La idea es recurrente en multitud
de historias de ciencia ficción. Una catástrofe global de cualquier tipo, ya
sea una guerra nuclear, una pandemia o un cambio climático repentino, provoca
la muerte de millones de personas y destruye las infraestructuras fundamentales
para la vida moderna. Quedan supervivientes, sí, pero resultan ser demasiados
para los escasos recursos ahora disponibles; el Estado ha colapsado y, con él,
el monopolio de la violencia que le atribuimos en el pacto social. El resultado
inevitable es la lucha sin cuartel entre los individuos o grupos
autoorganizados por la supervivencia. Hay un constante miedo y un constante
peligro de perecer con muerte violenta. Y la vida del ser humano es solitaria,
pobre, desagradable, brutal y corta. Un paisaje desolador, en definitiva. Pero
entonces vemos un fantasma recorriendo las ruinas humeantes entre las que asoma
algún que otro cráneo humano, acercamos el foco y resulta ser Thomas Hobbes, a
quien con voz de ultratumba le oímos exclamar: «¡Yo ya lo dije!». Veamos
entonces qué decía y a continuación valoraremos qué podríamos aplicar.
¿Por qué los seres humanos
vivimos juntos? Según escribió en De Cive
hay varios motivos para ello. Si nos asociamos por razones de comercio, cada
uno no estará mirando por el bien del prójimo, sino por el de su propio
negocio. Si es para desempeñar algún proyecto, añadía, se producirá una cierta
amistad de conveniencia, que tiene más de envidia que de verdadera amistad, y
de la que a veces pueden pueden surgir algunas facciones, pero nunca buena
voluntad. En tercer lugar también puede ocurrir que nos reunamos con una
finalidad puramente lúdica, para disfrutar de la mutua compañía. Nuestro autor
admitía esa posibilidad, sí, pero a continuación procedía a mirarla más de
cerca. En tales encuentros lo que más nos gusta es hablar de los demás, y no de
forma generosa precisamente. Por ello, sugería, «no anda desacertado quien
tiene la costumbre de marcharse de las reuniones siempre el último». Pero este
ilustre pensador no quería ser tachado de receloso y admitía que, aparte de
hacerle pitar los oídos a los ausentes, esos momentos de alegre trato social
podían dar lugar a otros comportamientos, y cito un párrafo que no tiene
desperdicio:
Si acontece que una vez reunidos los hombres pasan el rato contando
historias, y uno de ellos empieza a contar una que se refiere a sí mismo, al
instante todos los demás quieren también, de una manera avariciosa, hablar de
ellos mismos. Si uno relata un hecho prodigioso, los demás te hablarán de
milagros, si han tenido experiencia de ellos; y si no, se los inventarán. Por
último, diré algo de quienes pretenden ser más sabios que otros. Si se reúnen a
hablar de filosofía, fijaos en cuántos hombres quieren ser tenidos por
maestros; y si no lo son, no solo no aman a sus compañeros filósofos, sino que
hasta llegan a perseguirlos con odio.
En conclusión, está claro que
Hobbes necesitaba urgentemente un abrazo. Se ve que nadie se lo dio y poco
después escribiría Leviatán, donde desarrolló con gran brillantez tales ideas,
que para entenderlas hay que comprender dos aspectos fundamentales de su
contexto. Nació en Inglaterra, aunque su trabajo como tutor de la realeza le
permitió viajar por Europa durante la primera mitad del siglo XVII, donde entró
en contacto las ideas novedosas en torno a la física del movimiento que estaban
circulando de autores como Galileo, Descartes, Kepler y Mersenne. La aportación
de nuestro autor fue adaptarlas a las ciencias sociales. Veía a los seres
humanos como bolas de billar que chocan unas contra otras modificando su
trayectoria, rebotando, deteniéndose o saliendo disparadas; podría decirse que
era newtoniano aunque Newton por entonces aún solo fuera un niño. Una medida
del mecanicismo que le inspiraba la encontramos en la introducción de su obra
más conocida, cuando se preguntaba: «¿Qué es el corazón sino un muelle? ¿Qué
son los nervios sino cuerdas? ¿Qué son las articulaciones sino ruedas que dan
movimiento a todo el cuerpo?». Una persona es una máquina y la sociedad en su
conjunto un mecanismo a mayor escala que puede comprenderse, diseñarse… y
romperse, devolviéndonos al estado de naturaleza inicial.
El segundo aspecto que sirve de
clave para entender su obra es la incertidumbre política que vivió y el
subsiguiente cambio de régimen, que le obligó a vivir en el exilio durante algo
más de una década, en la que precisamente engendró su Leviatán (…). La base de su edificio teórico era lo que denominaba
ley natural, que consistía en «un precepto o regla general, descubierto
mediante la razón, por el cual a un hombre se le prohíbe hacer aquello que sea
destructivo para su vida, o elimine medios para conservarla». De esa forma,
partiendo de que la naturaleza nos ha hecho lo suficientemente iguales a todos
como para que hasta el más débil pueda matar al más fuerte bien con sus propias
manos o en contubernio, existe una desconfianza inicial de todos hacia todos
que se ve reforzada por el hecho de que esa misma igualdad hace presentes en
todos nosotros tres inclinaciones que son la mecha de la violencia y la guerra:
la competencia, la desconfianza y la gloria. La primera surge de la limitación
de los recursos disponibles, y dado que todos creen tener derecho a ellos la
fricción es inevitable. La segunda proviene del afán de seguridad, es decir, el
miedo a ser atacado muchas veces puede llevar a realizar un ataque preventivo.
Pero a su vez el adversario, aunque no quiera atacar, puede temer un ataque
preventivo y lanzar el suyo antes… Una espiral de desconfianza paranoica que
inevitablemente desemboca en la guerra y que fue mucho tiempo después
magistralmente expuesta por Groucho Marx en Sopa de ganso:
Sería indigno de la confianza que se ha puesto en mí si no hiciera
cuanto esté en mis manos por poner a nuestra amada Libertonia en paz con el
mundo. Será para mí un placer hablar con el embajador Trentino y ofrecerle mi
mano en nombre de la patria y en prenda de buena voluntad. Estoy convencido de
que él aceptará este gesto con el espíritu que lo impulsa… ¿Pero y si no lo
acepta? No faltaba más que eso, que yo le tendiera la mano y él se negara a
aceptarla. ¡Iba a quedar bien mi prestigio! ¡Yo, el jefe de un país, humillado
por un embajador extranjero! ¿Pero quién se ha creído que es ese mequetrefe
para venir aquí a humillarme delante de mi pueblo? ¡Qué deshonor, yo le tiendo
mi mano con la mayor cordialidad y esa hiena se niega a aceptarla, ¡ese hombre
es una víbora ponzoñosa! ¡Pero yo le daré su merecido! (aparece en escena el
embajador) ¡Vaya! ¿Con que se niega a aceptar mi mano, eh? (le arrea una
bofetada preventiva y entonces, efectivamente, tiene lugar la guerra).
La tercera, decíamos, era la
gloria, y proviene de la estima que se tiene por uno mismo y que en
consecuencia se exige de los demás hacia uno: «pues no aprobar lo que otro
hombre dice implica estar acusándole tácitamente de estar equivocado en el
asunto de que habla. Y si son muchas las cosas en las que disentimos de otro,
ello equivale a estar diciéndole que le tenemos por estúpido. Partiendo de esto
quizá pueda explicarse que no haya guerras más encarnizadas que las que se dan
entre sectas de la misma religión». Suena pesimista, pero la historia parece
darle la razón una y otra vez.
Así que si somos conscientes de
las tres inclinaciones mencionadas —competencia, desconfianza y gloria—
universalmente compartidas, nuestro también común miedo a la muerte nos llevará
a razonar normas para la paz, esto es, «leyes naturales». La primera ley
natural la establece así:
Cada hombre debe procurar la paz hasta donde tenga esperanza de
lograrla; y cuando no puede conseguirla, entonces puede buscar y usar todas las
ventajas y ayudas de la guerra.
Y la segunda se deriva de ella, y
dice esto:
Un hombre debe estar deseoso, cuando los otros lo están también, y a
fin de conseguir la paz y la defensa personal hasta donde le parezca necesario,
de no hacer uso de su derecho a todo, y de contentarse con tanta libertad en su
relación con los otros hombres como la que él permitiría a los otros en su
trato con él.
Aquí está la clave de bóveda de
su pensamiento y de la que se sigue con lógica impecable todo lo que expondrá a
continuación. Por propio interés uno renuncia a parte de sus derechos y a parte
de su libertad con el fin de comprometer a otro, y ello tiene un nombre:
contrato. Sus teorías sobre los contratos son extensas, acordes a los usos de
la naciente burguesía comercial de su tiempo y no las abordaremos aquí, dado
que al fin y al cabo hoy en día forman parte del ordenamiento jurídico que rige
nuestras vidas. Los contratos implican someterse al arbitraje de un tercero
dado que «ningún hombre debe ser juez o árbitro de su propia causa» y ante ese
juez «ningún hombre estará obligado a acusarse a sí mismo». Una idea por
entonces muy novedosa, más adelante aplicada en la legislación de un nuevo país
que se llamaría Estados Unidos y que hoy en día nos resulta muy familiar por
las películas de juicios bajo la fórmula mil veces oída de «señoría, me acojo a
la Quinta Enmienda». Si además este árbitro tiene un poder coactivo, si se
delega en él el uso de la violencia, entonces las partes ya no se agredirán
entre sí por miedo a este ente, al que llama inspirándose en el terrorífico
monstruo marino descrito en el Antiguo Testamento, Leviatán, y que nosotros
llamamos hoy día por su nombre de pila, Estado. Un Estado del que, en
consecuencia de lo anterior, Hobbes deduce que sus leyes deberán ser públicas e
irretroactivas. Con el fin de que sea más estable también señala —y en esto
pone especial énfasis— que en él la distribución de derechos y deberes sea
igualitaria entre sus habitantes (con ciertos cargos, por ejemplo,
distribuyéndose de forma rotatoria o por sorteo), de esa manera todas las
partes estarán más interesadas en mantener ese orden.
¿Qué podríamos aplicar de todo lo
anterior al nuevo escenario?
Uno de los clichés más
reconocibles del subgénero de ciencia ficción posapocalíptica gira en torno a
los personajes incapaces de adaptarse al nuevo mundo y sus nuevas reglas. Para
quien logra sobrevivir a ella, la catástrofe supone otro reparto de cartas en
la vida, una ruptura traumática con la posición que ocupaba en la jerarquía
social, con el lugar en el mundo que había lograrlo encontrar y los seres queridos
que le rodeaban. En este sobrevenido ecosistema humano de corderos y lobos,
muchos no logran encajar el golpe y pasan a estar entre los primeros, mientras
que los nuevos lobos se reclutan de entre aquellos que a menudo mantenían un
perfil bajo en el mundo anterior, dado que las habilidades que ahora se
requieren no suelen ser las que proporcionaban prestigio e ingresos
(trabajadores manuales, policías, militares, exconvictos…). Inesperadamente las
convenciones sociales que tanto nos preocupaban —como el dinero— pierden todo
valor, mientras que aquello que dábamos por supuesto se convierte en la meta a
alcanzar. Ese mundo del día después es, en definitiva, una actualización del
experimento mental con el que los denominados filósofos del contrato social —Locke,
Rousseau y Hobbes— tanto han elucubrado, el «estado de naturaleza» que les
permitía ver con perspectiva teórica la sociedad en la que estaban inmersos.
De manera que la primera y más
fundamental lección de nuestro autor es que al margen de la civilización la
vida será —según su célebre definición— solitaria, pobre, desagradable, brutal
y corta. Porque los otros dos mencionados tenían, en ese aspecto al menos, una
visión bastante más ingenua. Una vez seamos conscientes del papel de depredador
que habremos de ejercer, lo siguiente ya vendrá rodado. De ello se derivará la
conciencia de la propia fragilidad, la preferencia por integrarse en grupos
preferentemente más igualitarios (con menos riesgo de romperse entonces) y bajo
un claro liderazgo, grupos capaces de interactuar con otros sometiéndose a un
arbitraje de terceros y así, paso a paso, reconstruir la autoridad estatal.
Aunque héroes de este subgénero como Max Rockatansky o el del estupendo cómic
español titulado Hombre, de José
Ortíz y Antonio Segura, no siguen este camino y tienden a ser tipos solitarios,
hay un rasgo común que los caracteriza: son fieles a la palabra dada, que es la
forma más elemental de contrato que existe. Aún a riesgo de que al tender la
mano la otra parte se niegue a aceptarla, aquello que al presidente de
Libertonia tanto preocupaba. Así que por lo tanto, y más allá de las
apariencias, nunca dejaron de ser civilizados.
Artículo publicado por Javier Bilbao en la revista Jotdown
Imagen: Zdzislaw Beksinski (pintura)
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