Lo que caracteriza al
filósofo es el hecho de que trabaja con las ideas. Todos los filósofos, por
definición, comparten dicho objeto: es eso y no otra cosa lo que los constituye
como tales (por supuesto que pueden tomar la decisión de abandonar el
territorio de las ideas y, siguiendo las indicaciones de Marx en su tesis XI
sobre Feuerbach, dedicarse a transformar el mundo, pero en tal caso estarán
comportándose como ciudadanos con elogiable sensibilidad política y social,
pero ya no como filósofos). Lo que diferencia a unos filósofos de otros, lo que
permite establecer una tipología entre ellos, es el lugar donde creen
encontrarlas.
Así, el filósofo mundano
se caracteriza por su convencimiento de que la realidad en su conjunto y en sus
detalles se encuentra ya empapada de ideas, y que, revestidas con uno u otro
ropaje (el de las opiniones explícitas de los individuos cuando sentencian en
su vida cotidiana acerca del sentido de las cosas, el de los tópicos asumidos
acríticamente por casi todo el mundo, etcétera...), nos tropezamos con ellas de
continuo. El filósofo académico, en cambio, está persuadido que el habitat
privilegiado, por no decir exclusivo, de las ideas son los textos filosóficos,
porque es ahí donde pueden desplegar toda su potencia teórica en condiciones,
donde muestran su auténtico valor de conocimiento.
Descrita de semejante
manera esta dualidad de figuras, no parece que tenga demasiado sentido
plantearla como si se tratara de una disyuntiva ante la que no hubiera más
remedio que optar. A fin de cuentas, en ambas podemos encontrar los elementos
sustanciales del registro filosófico, distinguiéndose únicamente por el lugar
en el que colocan el acento de lo que entienden como lo más importante. La cosa
empieza a radicalizarse, y plantearse en términos de opción, cuando examinamos
las materializaciones de las dos figuras y, sobre todo, reparamos en las menos
acertadas. Así, el peor filósofo mundano es el que cree que basta con ponerse
delante de la tele (o similares) y darle a la cabeza. Como si fuera suficiente
con dejar ir la propia capacidad de interpretación y análisis de lo que pasa,
dar libre curso a la especulación espontánea y desordenada, en definitiva, a la
libre asociación de ideas e imágenes, para que así, sin necesidad de
disciplina, destreza ni lectura previa alguna, fluya ya un pensar penetrante y
poderoso.
Por el otro lado, el peor
filósofo académico es el que cree que las ideas solo están en los libros,
contraviniendo así el designio fundacional de la filosofía misma e incurriendo
en la paradoja de exaltar, librescamente, el pasaje platónico acerca de la risa
de la muchacha tracia, pero asumiendo en el fondo la actitud de ésta al
resistirse a aplicar él mismo a la realidad más inmediata la plantilla de su
discurso abstracto. En efecto, como es sabido, la joven sirvienta de la
anécdota era incapaz de entender que los cálculos en los que andaba abstraído
su señor, Tales de Mileto, y que le provocaron un cómico tropezón que dio con
sus huesos en el suelo, no alejaban a éste de la realidad, sino que le servían
precisamente para trabajar mejor con ella. El mal filósofo académico es aquel
que, lejos de entender, como el presocrático, que nada hay más práctico que una
buena teoría y que las ideas abstractas son un atajo inmejorable para acceder
al núcleo duro del sentido de lo real, considera que los textos filosóficos son
un fin en sí mismo. El más confortable lugar para quedarse a vivir, en
definitiva.
Pero los defectos de esa
variante de filósofo académico no deberían hacernos incurrir en el error de
desdeñar el valor de las herramientas que domina, en ningún caso sustituibles
por la banal pirotecnia del peor filósofo mundano, persuadido de que sus
intuiciones valen como categorías o que sus
estados de ánimo —o incluso de salud— fundan doctrina. Confunde de esta manera,
como llevan haciendo los insustanciales desde tiempo inmemorial, sus
deposiciones teóricas con aforismos, sentencias, máximas y similares. Su
insustancialidad no le permite emprender adecuadamente una de las tareas
filosóficas hoy más urgentes, que es la del combate con las cambiantes formas
que va adoptando el sentido común dominante. Se encuentra en el lugar adecuado
para hacerlo, que no es otro que el territorio del impersonal se heideggeriano
(se dice, se piensa, se cree...), esto es, en el de las opiniones mayoritarias
en un determinado momento en la sociedad, pero carece de las herramientas y de
la competencia discursiva para llevar a cabo la necesaria tarea de la crítica
de todo ese universo mental.
Así, es frecuente que no
atine a la hora de dilucidar la efectiva novedad de un planteamiento o de una
idea que acaba de irrumpir, reivindicando tan inédita condición, en el
escenario del discurso público. El erudito de turno no le sirve de la menor
ayuda, puesto que, por definición, a cualquier presunta novedad que aparezca en
el panorama de las ideas le encuentra un antecedente o un precursor (“esto
mismo ya lo había dicho mucho antes...”, suele ser su frase favorita). Pero
tampoco él consigue ir muy allá con su vacua celebración adanista de cuanto
descubre (que por venirle de nuevas considera sin más como nuevo). No deja de
ser curiosa la simétrica impotencia de ambos para entender de lo que se trata,
aquello que se halla en juego en el recurrente debate acerca de la antigüedad o
la novedad de cualquier propuesta teórica. Ninguno de ellos ve que lo nuevo no
se encuentra en lo que lo nuevo en cuanto tal nombra (a sí mismo), sino en
aquello que no puede nombrar porque todavía no es, y que, como mucho, intuye.
Por eso llevan razón, en
un cierto sentido, los que —académicos o no— tienden a dar por ya sabida
cualquier novedad que se les pueda presentar. Es cierto: en parte acertaban los
contemporáneos más reticentes a las propuestas de Darwin, Freud, Wittgenstein o
el propio Marx (o, por supuesto, cualquier otro autor que hoy tengamos por
revolucionario en lo suyo) cuando subsumían las propuestas de estos en las
presentadas con anterioridad por otros, ya conocidos. Lo que no percibían —y
les condenaba a aparecer en el futuro como amedrentados cauterizadores del
asombro o, peor aún, como el necio del proverbio chino, que se queda mirando el
dedo en vez de lo que éste señala— era que la novedad que anuncia lo nuevo,
aquello “que todavía no es” recién aludido, son los efectos a que da lugar.
Desde su específico punto
de vista, el historiador de la ciencia Thomas S. Khun ya nos había advertido de
la esterilidad de determinadas maneras de plantear este asunto. El paradigma
emergente, afirmaba, no resuelve los problemas en los que el paradigma anterior
se había quedado embarrancado. No responde a sus preguntas cruciales, sino que
plantea otras, de todo punto diferentes. Por ello, quien se empeñe en interpretarlo
como una propuesta más de solución a las dificultades teóricas heredadas
quedará con toda seguridad decepcionado, porque el paradigma que aspira a
obtener la hegemonía no viene a salvar al antiguo, sino a enterrarlo. Y
obtendrá la hegemonía, se ganará el calificativo de “nuevo”, si, efectivamente,
permite penser autrement, por decirlo a la manera de Foucault, si consigue
desplazarnos a otro escenario teórico, esto es, a un entramado de preguntas
completamente diferente. Lo nuevo en materia de pensamiento no es, pues,
aquello que se anuncia como tal (¿quién no lo hace?), sino aquello que consigue
que terminemos viendo el universo de nuestras ideas bajo una nueva luz. O
también: aquello que nos convierte en capaces de preguntarnos por lo que nunca
antes había despertado nuestra curiosidad.
Nota: si, en un rapto de
benevolencia crítica y generosidad intelectual, algún profesor considerara que
todo lo precedente tiene la suficiente entidad y consistencia argumentativas
para ser propuesto como material para un comentario de texto, me permitiría
sugerirle que añadiera al final una pregunta: “¿Se puede aplicar lo señalado en
el escrito a nuestra realidad más próxima, y predicar de la política y de los
politólogos (muchos de ellos reconvertidos de un tiempo a esta parte en
políticos) cosas parecidas a las que el autor predica de la filosofía y los
filósofos?”.
Artículo escrito por Manuel Cruz en La Cuarta Página
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