Hace unas semanas tuve un
encuentro que las circunstancias volvieron prodigioso. En un kiosco de la
Ciudad de México encontré el primer libro de una serie titulada Grandes
Pensadores. Por un precio irrisorio compré una antología de Platón de 800
páginas, editada por Gredos, con comentarios autorizados y un espléndido
aparato de notas. Me sentí afortunado, pero no sabía en qué grado lo era.
Para conseguir el siguiente tomo,
dedicado a Nietzsche, tuve que recorrer más de veinte puestos. En uno de ellos,
un estoico me dijo: “Ni lo intente, joven, la filosofía es demasiado popular”.
Finalmente di con un vendedor que tenía reservado a Nietzsche para otro
cliente. En vez de especular con mi deseo, el hombre habló como si hubiera
leído toda la serie de Grandes Pensadores: “Otra persona lo reservó para este
martes, ya estamos a jueves y usted parece más necesitado”.
Fue mi último triunfo. El tercer
tomo no llegó a mis manos. En un puesto de la calle Donceles, que tiene la
mayor concentración de librerías de viejo del país, un dependiente me dijo:
“Los libros de pensadores rebasaron todas las expectativas de venta; los van a
volver a lanzar en 2016, pero en grande”.
México tiene uno de los comercios
callejeros más activos del mundo; sin embargo, nunca pensé que la filosofía
formara parte de su oferta. Soy hijo de un filósofo y de niño pasé trabajos
para entender a qué se dedicaba. “La filosofía busca el sentido de la vida”, me
dijo cuando yo tenía seis años. Los padres de mis amigos tenían profesiones
comprensibles: médicos, abogados, vendedores de alfombras. “¿A qué se dedica tu
papá?”, me preguntaban. El vértigo llegaba con la respuesta: “Busca el sentido
de la vida”. La frase sugería que mi padre se la pasaba en las cantinas,
indagando los misterios del tequila y los mariachis.
La utilidad de la filosofía
siempre ha estado en disputa. Cuando Sócrates bebió la cicuta, Grecia aceptó
deshacerse de una de sus mejores mentes. Nuestra época no pretende matar a
Sócrates sino jubilarlo. Japón acaba de proponer un severo recorte para las
carreras de humanidades y España se ha sumado al pragmatismo que elimina la
enseñanza obligatoria de filosofía y valores éticos en secundaria y
bachillerato.
Este empobrecimiento sólo se
entiende si quienes toman la medida ya pasaron por él. El cerebro se activa sin
instrucciones de uso, pero la filosofía le aporta sentido crítico.
En su más reciente novela,
Sumisión, Michel Houellebecq, plantea una sugerente hipótesis: ¿qué pasaría si
un partido islámico ganara las elecciones en Francia? Aliados con los
socialistas, los islamistas crean un frente político. Su única exigencia es
hacerse cargo de la educación. Los socialistas ceden de buena gana, interesados
en controlar Hacienda, Defensa y Asuntos Exteriores. El resultado es una
transformación total de las costumbres. El país de la Enciclopedia se entrega
al sometimiento.
Después de los asesinatos en la
revista Charlie Hebdo, el Tratado sobre la tolerancia de Voltaire se convirtió
en un best seller. Ante la sinrazón, la filosofía se vuelve urgente. Fernando
Savater estaba en Londres cuando el ayatolá Jomeini lanzó la fatwa contra
Salman Rushdie. En la plaza de Trafalgar presenció una manifestación donde una
pancarta decía: “¡Avísenle a Voltaire!” Las ideas brindan últimos consuelos y
primeros auxilios.
No es por presumir, pero los
mexicanos somos raros. Mientras la “racionalización” de la enseñanza elimina el
pensamiento libre en diversas partes del mundo, los libros de metafísica se
buscan como versiones encuadernadas del Santo Grial en la Ciudad de México.
Sócrates continúa su labor
peripatética en calles que desafían el sentido de la orientación y donde la
filosofía es un remedio.
Avísenle a Voltaire.
Artículo de opinión escrito por Juan Villoro en el diario El País
Imagen: Graffiti (anónimo)
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