Mañana estaré gritando en otra
jaula y contando fábulas sin moraleja.
La prima noche florece. La conocí
en una mirada y, con un parpadeo, me ahogó en historia. Bailamos un vals hasta
2001. Allí, las Torres Gemelas rieron, y vomitaron fuego, y el vuelo de un
pájaro fue interrumpido. Y sus ojos fueron las Torres Gemelas. Y yo el pájaro. Llegó 1945, y ahora
bailábamos jazz. Y Truman juraba que las ruinas de Roma no eran nada, y lamía
con codicia las devastadas Hiroshima y Nagasaki. Y eso me decía ella: que las
ruinas de Roma no eran nada. Y tampoco Hiroshima. Y tampoco Nagasaki. Sus ojos
me exhortaban a la desmesura, los perpetradores me advertían a gritos de su
propio crimen, pero yo quería mirar esas ruinas tan bonitas que ella llevaba
dentro. Así que seguimos bailando. Un pasodoble. Y el pueblo francés, en 1789,
a la toma de la bastilla, con sed de revolución y victoria. Y yo también.
Hace poco me enteré de algo asombroso: cuando las plantas no realizan
la fotosíntesis, toman oxígeno y expulsan dióxido de carbono.
El cénit lunar me asedia.
Ella era una demente, una
inestable. Sus andares aullaban que, en su terreno, el juicio era un lastre. Me
detallaba entre susurros que estaba dando comienzo a una revolución temporal.
Mediante esta insurrección contra Chronos, iba a subvertir la distribución
horaria que actualmente existía, y la iba a quebrantar. El vituperio de su
religión era aquel repulsivo ente que dictó que un minuto constaba de 60 segundos y un año de
365 días. Ella me juraba que aquel sujeto nos había sometido al perpetuo
infortunio, a la constante alerta, y que el deleite se extinguiría y jamás
podría ser de nuevo testado. No quería someterse a nada. Perdía trenes y nunca
se citaba en un sitio concreto a una hora concreta. No tenía un maldito reloj
en toda la casa. No necesitaba un pedazo frágil y precario de sí misma. Cuando
te topas con una revolucionaria de este calibre, solo puedes sobrevivir de dos
maneras: repudiando radicalmente su revolución o sometiéndote a ella.
Me arrastraba a su locura.
Hacíamos el amor durante horas. Nuestras lenguas eran sátiras
contra cualquier pregunta existencial jamás planteada. En la catástasis del
orgasmo, dibujaba con sus dedos en mi firmamento estelar la constelación de
Tauro y me contaba a suspiros la genealogía de su nombre; Europa. Éramos el merismo
más mortífero jamás escrito. Ella, una mamba negra; yo, un leopardo de las
nieves. La génesis del placer derivaba siempre de su barbilla ligeramente
inclinada y sus ojos de ámbar sedientos de gloria atacando de lejos.
Caíamos rendidas, llenas de gozo
y placer y leíamos Bukowski con jazz de fondo. A mí no me gustaba el jazz pero
no me quejaba, porque sabía que no podía ser de otra forma. Cuando llegábamos a
un fragmento sexual, nos levantábamos y jugábamos a interpretar, como dos
actrices experimentadas y como dos niñas felices, cada vocablo que el poeta
maldito nos dictaba. La hora en la que caíamos en el trance del sueño era
variable. No llevábamos un ritmo de vida austero. A veces, dormíamos en brazos
de la madrugada; otras, la somnolencia nos seducía en el culmen del sol.
Ella estaba convencida de que la
única manera de vencer al Señor Tiempo era omitiendo su presencia de manera
absoluta. Lo que la muy ingenua no sabía, es, que como dicen, el diablo sabe
más por viejo que por diablo, y la erudición del tiempo es infinita.
Si Chronos se materializase como
un ente humano patente, sería una persona dichosa y taciturna, la
personificación de un oxímoron, de mirada vacía, que ha visto por sus cristales
correr la pasión de dos amantes queriéndose a oscuras y la desolación de la
guerra. No hay nadie más sabio que el tiempo, Europa; el tiempo lo ha visto
todo.
Aún a veces me cuestiono quién
era el verdadero lunático. ¿Se habría vuelto loca por el perpetuo silencio de
las manecillas del reloj? ¿O eran esas manecillas, atronadoras, las que nos habían vuelto a todos los demás
locos? La locura se establece por comparación, y, ¿quién dicta la norma?
A fin de cuentas, todo ser humano
necesita depender de algo para mantenerse relativamente ‘cuerdo’, y, como ella
abolía completamente las leyes temporales, se aferraba a unas leyes visualmente
estéticas muy firmes, regidas por la simetría. Estaba obsesionada. Hasta su
fino pelo lacio brotaba como una catarata de un abismo situado en mitad del
cráneo. Sé que aborrecía en secreto, poseída por un ímpetu destructivo, el
lunar que tenía yo encima del labio. Pensaba que rompía con la armonía
simétrica de mi rostro. También detestaba a susurros que tuviese el pecho
izquierdo más grande que el derecho; pero a pesar de ello, le resultaba
atractiva.
Una vez, me dijo:
Una vez, me dijo:
— Eres bonita, Nix.
— La belleza no es. No existe
ciencia, sino crítica de lo bello. — Contesté.
— La ciencia no es más que un
arraigo de la crítica. No debería existir la clasificación del discernimiento
en ciencias y colores. Todo nace del mordisco de Eva a la manzana.
— La curiosidad. —Hice una breve
pausa. —No está bien separar a hijos de la misma madre.
Alguien me contó que cuando una combustión se lleva a cabo (la quema de
madera, por ejemplo), se necesitan unas cantidades determinadas de oxígeno y
dióxido de carbono. Si estos componentes se encuentran en abundancia o en
escasez, se da lugar a monóxido de carbono. El monóxido de carbono es altamente
tóxico si se respira en grandes cantidades durante mucho tiempo.
El alba viene a besarme las
sienes.
Un jueves, ella me dijo:
Un jueves, ella me dijo:
—Nos reencontraremos en un templo
de aguas perdidas, bañadas en luz de luna, en la decadencia de un réquiem.
Encendí la chimenea y me tumbé en
la blanca cama de matrimonio, rodeada de 2036 flores. Leí a Bukowski:
María Trapero, alumna de 1º de bachillerato, del blog "la quintaesencia del barro"
Imágenes: Matt R. Martin, "disturbing I, IV, VI" (pintura)
Imágenes: Matt R. Martin, "disturbing I, IV, VI" (pintura)
gracias, Enrique, las fotos son preciosas!! un abrazo enorme!!
ResponderEliminarDe nada María: la memoria nos abre luminosos corredores de sombra.
EliminarGracias a ti, interminables!!!