En el siglo XIII,
el filósofo, teólogo y apasionado de la ciencia Alberto Magno, creó uno de los
primeros autómatas de los que se tiene constancia. Consistía en una máquina de
forma humana, que imitaba la función de un mayordomo. Este útil ayudante de
hierro, se paseaba por la vivienda acompañando a su creador, abriéndole cada
puerta, y también recibía y saludaba a todo invitado. Fue tras 30 años de
funcionamiento, cuando Tomás de Aquino, discípulo suyo, vio aquel artilugio y
decidió destruirlo, convencido de que la mano del diablo había influido en su
creación. Para el discípulo, la similitud entre el autómata y un ser humano,
era de tal magnitud, que sólo el diablo podría haberlo creado; una máquina
pensante, sólo era concebible como obra de alguien o algo maligno y fuera de
este mundo.
Al descubrir la
invención de su maestro, Tomás de Aquino se dio cuenta de todo lo que podía
suponer el hecho de que una máquina pudiese pensar, pudiese ser tal y como un
ser humano, y tuvo miedo. Pero, aunque fue consciente de las implicaciones de
una máquina pensante, probablemente no era consciente de que, ocho siglos más
tarde, esta misma cuestión seguiría siendo un interrogante sin respuesta.
Precisamente el
miedo a que una máquina pueda pensar, y por lo tanto pueda “superar” a la raza
humana, es lo que nos lleva a negar la posibilidad de que las máquinas piensen.
Así lo afirmaba
d’Holbach, diciendo que “la ignorancia y el miedo han creado lo inmaterial, el engaño lo ha
adornado o desfigurado; la debilidad lo adora, la credulidad lo mantiene vivo.”
Hemos creado una inexistente parte inmaterial que nos distingue, y nos aporta
nuestra humanidad. ¿De que humanidad hablamos en verdad?, pues el hombre solo
es guiado por sus principios naturales: al igual que un animal, se acerca a lo
que le resulta placentero y beneficioso, y se aleja de lo perjudicial y dañino.
Descartes definía al animal como una máquina, y estaba en lo cierto, pero se
equivocó al decir que el ser humano no lo era. En verdad, no existe una esencia
humana específica, tan solo una suposición como producto del desasosiego.
Por eso, la
conclusión más lógica es que una máquina puede llegar a pensar.
¿Por que negamos
entonces tan rotundamente esta posibilidad? Desde un primer momento, se suele
tachar de disparate el que una máquina sea como un ser humano, por lo que
quizás es mejor abordar este dilema de la manera inversa: “el ser humano es
como una máquina”.
Esta idea la
defiende el monista materialista La Mettrie, en su obra “Hombre Máquina”. Para
el filósofo francés, al igual que para d’Holbach, la única realidad existente
es la materia. El alma es por lo tanto, tan solo “una palabra vacía a la que no
corresponde ninguna idea”, que se usa para referirse a nuestra parte pensante.
No es posible separar los fenómenos corporales de los fenómenos psíquicos de la
parte pensante, pues los fenómenos corporales determinan los psíquicos. Esto
nos viene a decir que, al igual que una máquina funciona por un conjunto de
piezas, un ser humano funciona por un conjunto de órganos.
Nuestra actividad
mental es el resultado de los impulsos eléctricos de nuestro sistema nervioso,
acompañados de procesos naturales y reacciones biológicas que conllevan la
liberación de ciertas sustancias químicas; es algo puramente mecánico.
Entendido así, no hay razón por la que una máquina no pueda pensar.
Todo escéptico
ante la posibilidad de una máquina capaz de pensar, se apoya en el hecho de que
el comportamiento de una máquina es inducido externamente, y el de un humano es
fruto de sus reacciones naturales. Pero, en su práctica totalidad, el
comportamiento humano también procede de lo externo. Según el conductismo, el
comportamiento humano se establece entorno a un condicionamiento, en el que se
aporta un estímulo y se da una respuesta. Esto quiere decir que actuamos de una
manera u otra dependiendo de las circunstancias con las que nuestro cerebro
asocie cada estímulo. Así, a lo largo de nuestras vidas, vamos forjando un
conjunto de reacciones y comportamientos para cada situación. Del mismo modo,
la programación de una máquina consiste en lograr que asocie una respuesta a un
estímulo, teniendo en cuenta las circunstancias. Al igual que un ser humano,
durante su programación, una máquina obtiene una serie de procesos como
reacción a distintos estímulos, que determinan su funcionamiento.
Funcionamiento mecánico y comportamiento humano, son, esencialmente, lo mismo.
No hay una diferencia real entre el aprendizaje que realiza un ser humano para
determinar su comportamiento, y el aprendizaje de un ordenador al ser
programado para desempeñar una tarea.
Y es que pensar,
es considerar las cosas con atención y detenimiento, es comprenderlas bien, es
hacer un juicio, formar una opinión, y tomar una decisión. Pensar, es algo que
sin duda alguna, puede hacer una máquina.
Y la prueba
definitiva, es que en 2014, una máquina superó por primera vez el famoso “Test
de Turing”. Dicho test tiene como finalidad determinar si las máquinas pueden
pensar. Para ello, un juez debe mantener una conversación con distintos
participantes, y determinar si alguno es una máquina. Se considera superado el
test si el 30% de los jueces creen que la máquina era un participante humano,
ya que es capaz de mantener una conversación como tal. Así, el test al que
Turing denominó “El juego de la imitación”, nos demuestra que la tecnología ha
alcanzado lo impensable: una máquina pensante.
Pero, aunque el
test de Turing se haya tomado como prueba infalible, en su propio nombre
encontramos una grieta. El “juego de la imitación” demuestra justo lo que su
creador quería probar falso: que las máquinas no pueden pensar, solamente
pueden imitar el pensamiento. Que una máquina
supere la prueba, únicamente nos evidencia que sus creadores han sabido engañar
a los jueces, no que hayan creado una máquina que pueda pensar.
Aunque La Mettrie
pudiese demostrar científicamente su mecanicismo, y d´Holbach tuviese razones
para creer que lo inmaterial era el resultado del miedo, ambos caen en el
reduccionismo materialista. Al igual que se puede probar que lo material
existe, no se puede probar la no existencia de lo inmaterial. La simple
posibilidad de que haya un alma, un espíritu, una mente, no es concebible en
una máquina. Y por tanto, el pensamiento tampoco debería serlo.
Aunque el
conductismo pueda explicar la psicología humana como si se tratase de una
programación de nuestras reacciones, dada por los estímulos exteriores que
recibimos a lo largo de nuestras vidas, no cuenta con la parte irracional de
nuestra mente. ¿Que hay de la dimensión inconsciente de la que hablaba Freud?
No podemos olvidar nuestros instintos e impulsos, lo inesperado del pensamiento
humano, que deja a un lado lo externo y se guía por la intuición.
Porque pensar, no
es solamente “formar
y combinar ideas y representaciones de la realidad en la mente” como afirma el
diccionario de la Real Academia Española; pensar implica mucho más que lo que su definición nos dice.
Pensar, supone
tener consciencia, supone saber que existes y plantearte porqué. Una máquina no
es consciente, tan sólo puede ser programada para decir que lo es.
Pensar conlleva
cuestionarse qué es lo correcto moralmente. Una máquina jamás tendrá
remordimientos, jamás se enfrentará a dilemas éticos, porque no posee
conciencia.
Pensar suscita la
libertad; libertad de decidir sobre nuestros actos, de comportarnos como
queramos, de hacer lo que queramos. Una máquina no es libre: ha sido programada
para actuar de una manera determinada, y no tiene la capacidad de hacer otra
cosa.
Pensar significa
sentir: amar, odiar, temer, admirar, echar de menos,… todo es fruto de nuestro
pensamiento. Una máquina puede juzgar una obra de arte, y reconocer su
perfección y simetría, pero nunca podrá sentir lo que transmite.
Pensar
desentierra la dignidad, la honra, y la decencia pública y propia. Una máquina
no tiene dignidad, no tiene derechos, no puede sentirse humillada ni degradada:
es, y siempre será, un medio. En cambio, como aseguraba Immanuel Kant, “el ser
humano es un fin en sí mismo, nunca puede ser utilizado como medio.”
Volvamos de nuevo al siglo XIII, con Alberto Magno y su
mayordomo de hierro. Aunque ya entonces se intentaba lograr que una máquina
hiciese todo lo que hace un ser humano, se trata de una meta inalcanzable.
Porque tener un mayordomo humano supone que te comprende cuando le hablas, que aprende
de sus errores, que pueda actuar de manera irritante si tiene un mal día. El
autómata no podría entender, ni aprender de sus errores, si no está programado
para ello. El autómata nunca perdería las formas, porque nunca tiene un mal
día; porque no es una verdadera persona con necesidades humanas. El autómata
nunca haría mal su trabajo, no cometería errores de los que aprender.
Quizás es por
eso, que las máquinas no pueden pensar: porque están hechas para ser perfectas.
No podemos negar
que todo pensamiento es relativo e imperfecto, siempre hay algún error en
nuestro juicio, alguna incorrección, por mínima que sea. Pero, precisamente ese
riesgo de equivocación, es la esencia del pensamiento: no tiene porque ser
certero y acertado, no importa lo correcta o desacertada que sea una idea,
sigue siendo una reflexión igualmente válida.
Ahí esta la
respuesta, en la precisión mecánica que desvirtúa todo proceso que emula el
pensamiento humano, y aleja a las máquinas de poder llegar a pensar algún día.
Porque nuestra
consciencia, nuestra naturaleza moral, nuestra libertad, nuestros
sentimientos, y nuestra dignidad,
condicionan nuestro razonamiento, y hacen de nuestro pensamiento algo
increíblemente subjetivo. Una máquina sabe desde la certeza y la seguridad, un
ser humano cree desde la duda y la incertidumbre. En palabras de Kant: “Vemos
las cosas, no como son, sino como somos nosotros”.
¿Pueden pensar
las máquinas, entonces?
Personalmente,
creo que, actualmente, las máquinas no son capaces de pensar. En cuanto al
futuro, opino que hasta que no se cree una máquina dotada de subjetividad, no
podremos afirmar que las máquinas pueden pensar.
Frente a la excelencia
mecánica, siempre quedará la imperfección humana. Y es que, son todos los
defectos y limitaciones humanas, los que hacen de la interacción entre
neuronas, el acto de pensar.
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