“Unos días más tarde se le ocurrió la siguiente idea, que registró como complemento al capítulo anterior: En el universo existe un planeta en el que todas las
personas nacerán por segunda vez. Tendrán entonces plena conciencia de la vida que llevaron
en la tierra, de todas las experiencias que allí adquirieron.
Y existe
quizás otro planeta en el que todos naceremos por tercera
vez, con las experiencias de las dos vidas anteriores.
Y quizás existan
más y más planetas en los que la humanidad nazca cada vez con un grado más (con una vida más) de madurez.
Esta es
la versión de Tomás del eterno retorno.
Claro que
nosotros, aquí
en la tierra (en el planeta de la inexperiencia), sólo podemos imaginar muy confusamente lo que le
ocurriría al hombre en los siguientes planetas. ¿Sería más sabio? ¿Es acaso la madurez algo
que pueda ser alcanzado por el hombre? ¿Puede lograrla mediante la repetición?
Sólo en la perspectiva de esta utopía pueden emplearse con plena justificación los conceptos de pesimismo y optimismo: optimista
es aquel que cree que en el planeta número cinco la historia de la humanidad será ya menos sangrienta. Pesimista es aquel que no lo
cree.”
KUNDERA, MILAN: La insoportable levedad del ser
Los postulados
violentos, de carácter sanguíneo, que derogan los cimientos sobre los que
construimos nuestro panteón epistemológico, jamás serán reconocidos como sublimes de buena gana en el
momento del golpe. El ser humano tiende a la legitimidad, casi por supervivencia;
es un perro fiel a su maestro: su automatismo; fiel a su poca deliberación, y fiel a sus códigos históricos que, de ser ejercidos correctamente, mantienen la homogeneidad
de la raza. ¿Quién puede encajar entonces un golpe como el que
Nietzsche da al hablar del eterno retorno? ¿Quién quiere entender, con la implicación que ello requiere, que las flores ya no mueren y
que las piezas de música nunca
terminan de ser interpretadas? ¿Que el mes de julio tiene algo más de 31
días? ¿Que el tiempo
que enmarca nuestra existencia no tiene porqué estar salpicado de esa violencia edípica que dice que "el segundo que viene asesina
al que le precede, su padre, para luego ser asesinado por el que le acecha, su
hijo"? Afortunadamente, unas pocas almas jóvenes disfrutan de lo agridulce del golpe.
Milan
Kundera, en su libro La insoportable levedad del ser, trata
la cuestión del tiempo circular y la concepción del eterno
retorno de lo idéntico planteando la dicotomía peso/levedad en relación a lo positivo/negativo. ¿Tenía razón Parménides al calificar la levedad de positiva y el peso
de negativo, o es el peso y la trascendencia, siguiendo la coherencia
nietzscheana, lo positivo, pues nos permite ejercer la voluntad de poder para
delinear el camino de nuestra eterna repetición?
El
fragmento extractado sobre el que gira este ensayo, plantea dos puntos
principales de análisis: el primero, la naturaleza de la no linealidad
del tiempo eterno. El segundo, la variable de este eterno retorno de Tomás,
protagonista de la novela, y el juego que la misma nos presenta para
explorar los sistemas filosóficos pesimistas y optimistas. De esta forma, podremos desarrollar la
teoría helicoidal del tiempo desde la perspectiva cosmológica nietzscheana y, a
su vez, como un problema moral.
Definimos
el eterno retorno como una concepción temporal basada en la continua y eterna repetición de un mundo que se extingue y se consume para
volver a crearse, idea que análogamente se puede encontrar en el estímulo planteado: ese planeta número uno de la inexperiencia que perece, para recrearse en ese planeta
número
dos, que eternamente morirá para volver. El
planteamiento recuerda en su dinámica al "panta rei" heraclitiano: "todo fluye, nada
permanece"[1],
y en su naturaleza dialéctica a la
concepción cosmológica del filósofo
presocrático: la transformación universal como
dos etapas que se suceden cíclicamente, la descendente por contracción y la ascendente por dilatación, plantando así el germen de la teoría que, más tarde, tanto
la filosofía oriental como el propio Nietzsche, harán germinar.
Pero, y aún siguiendo en la línea del monista de Héfeso, como "la guerra es el padre de todas las
cosas"[2],
no debemos pasar por alto el precedente clave de la concepción temporal imperante en el occidente al que el planteamiento
de Tomás se enfrenta: la linealidad del tiempo cristiana, que, curiosamente,
establece sus cimientos en el
mundo griego y, más concretamente, en la filosofía platónica.
Platón hace un planteamiento del tiempo que choca de bruces con la propuesta del eterno retorno:
el padre del idealismo habla del tiempo
verdadero, aquel que rige el mundo trascendental de las ideas: tiempo imperecedero, eterno e
infinito. A su vez, habla de la temporalidad, de la finitud y, del cambio,
tiempo del mundo sensible: propio de las cosas corpóreas y corruptibles.
Nietzsche,
en su desarrollo del eterno retorno sobre el que se basará Tomás, se muestra
contrario a la concepción platónica, ya que parte de la base de que toda estructura metafísica
de la verdad debe ser derruida, puesto que el instante no tiene un carácter transitorio: es un fin por sí mismo, y que la fe
metafísica ciega al individuo de la naturaleza final del instante, alienándolo.
Por lo que no debemos hablar de lo que no
está a nuestro alcance; no debemos glorificar la vida post-mortem pues está “al
borde de lo que para Nietzsche es decible”[3]. Nuestro
campo de juego es, como Wittgenstein díría "los límites de nuestro mundo"[4], y sólo podemos sanar la herida del nihilismo
entregándonos con la intensidad necesaria al presente inextenso.
No
creamos en los valores tradicionales: Nietzsche enuncia que ¡Dios ha muerto!, y
con él el sentido del mundo. Debemos instituir una nueva moral, deconstruir la
tradición para convertirnos en ese superhombre que carga con la responsabilidad
de convertir en sublime su vida, de hacer de la repetición algo glorioso. Es libre y disfruta de la huida y el retorno de la vida: cada instante
es absoluto, sublime, eterno. No hay lugar para el tedio, la fórmula que
expresa la grandeza del hombre es el amor
fati, "el no querer que nada sea
distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad. No sólo
soportar lo necesario, y aún menos disimularlo -todo idealismo es mendacidad
frente a lo necesario- sino amarlo".[5]
De esta manera, si hacemos una revisión desde un punto de vista cosmológico de la teoría del eterno retorno surgen ciertas contradicciones que pueden ser evidenciadas a través de la segunda vía tomista para la demostración de Dios: la vía de la eficiencia.
Para que
el eterno retorno tenga ese peso antropológico y moral que ejerce el
superhombre, es necesario que haya una primera vida en la que poder ejercer
nuestra libertad y en la que tracemos, a través de nuestra voluntad de poder,
nuestro propio ciclo. Pero si las repeticiones son infinitas, no podemos hablar
de una primera repetición, de una primera causa, puesto que lo infinito no
tiene comienzo ni final. Entonces, el camino que recorreremos en el mundo
estará predeterminado desde siempre: no tendremos la posibilidad de elegir por
dónde seguir adelante. De esta forma, el eterno retorno simplemente nos condena
a un determinismo inamovible que nos convierte en, precisamente, lo que
Nietzsche trata de evitar: camellos arrodillados, subordinados a un destino que
no hemos podido elegir.
Aún así, no considero que la refutación invalide la teoría: el eterno
retorno se trata, según mi interpretación, de un postulado con mayor carácter vital o moral que cosmológico:
se trata de un enunciado de vida, de un sí a la intensidad.
Llegados
a este punto, es importante volver al estímulo, que adquiere un cariz
interesante. Ya no sólo hablamos de la intensidad del eterno retorno y del peso
de la libertad que plantean ambas teorías, la de Nietzsche y la de Tomás, en
común; ahora, el eterno retorno de Kundera va más allá, y toma un carácter
epistemológico que desemboca en las concepciones antropológicas optimista y
pesimista.
En la
visión de Tomás del eterno retorno, el ciclo temporal creciente y decreciente
continúa siendo el eje central de partida, pero tiene una variente: recordamos
todas las experiencias vividas en nuestras anteriores vidas. Se puede tomar
partida en la observación del desenlace de dos perspectivas: la primera, el
conocimiento y la experiencia nos hacen sabios y nos permiten superarnos a
nosotros mismos (optimismo). La segunda, el conocimiento y la experiencia no
son herramientas suficientemente potentes como para superar nuestra naturaleza:
la de subordinación, la dependencia, y la maldad (pesimismo). Esto planteado desde
la teoría nietzscheana se convierte en algo todavía más interesante.
No debemos pasar por alto que Nietzsche es un
filósofo, en su discurso violento y agrio, optimista. Plantea el trayecto del
hombre al superhombre como una cuestión evolutiva. En la potencialidad como
premisa, hay fe en el acto: el superhombre es un proyecto. Si el hombre
consigue deconstruirse y deconstruir el mundo que le rodea, el ser humano puede
progresar, hacer de “el planeta número cinco uno en el que la historia de la humanidad sea ya menos sangrienta”, un planeta de moral antidogmática, sin relaciones
férreas a la metafísica. Esa es la verdadera maduración del hombre:
¿Qué es el mono para el hombre?
Una irrisión o una vergüenza dolorosa. Y precisamente eso debe ser el hombre
para el superhombre: una irrisión o una vergüenza dolorosa.[6]
Pero, ¿y si la
violencia fuese sistemática e inherente a nuestros huesos? ¿Y si el ser humano
no fuese más que un manantial de sangre? “Creo en la salvación de la
humanidad, en el porvenir del cianuro”[7]
escribió Ciorán.
El filósofo rumano parte
de una perspectiva nihilista, convencido de que los dogmatismos son estructuras
tóxicas. “Des–hacer, des–crear, es la única tarea que
el hombre puede asignarse si aspira, como todo lo indica, a distinguirse del
Creador”[8]: al igual que Nietzsche, cree en la deconstrucción de
valores: en el tránsito al nihilo. Sin embargo, difiere en la resolutiva del dolor de la nada. Ciorán se
acomoda en la tristeza que un mundo sin cimientos produce, se acomoda en un
incómodo escepticismo radical, y abandera la ya determinada y ‘criminal
naturaleza del hombre’ a través de la inacción, de la desesperanza. La
"madurez" para Ciorán no es evolutiva, ni siquiera potencial: el
superhombre es para él ingenuo, Nietzsche es ingenuo[9]. No hay solución, ¿qué queda cuando ya no queda nada? En el suspiro del
'qué hacer' manifiesta Ciorán su pesimismo: no exisitirá nunca un planeta no
inundado de rojo.
Así pues, retomando los principios
cosmológicos del eterno retorno, parece más lógico decantarse, metafísicamente
hablando, por una concepción lineal del tiempo, a través de la segunda vía
tomista: una linealidad temporal, un
pasado y un futuro que no existen y un presente límite, inextenso e
inconsciente que fugazmente pasa.
Sin embargo, a pesar de que este razonamiento
evidenciaría el eterno retorno como una teoría metafísicamente incongruente, a
veces discernir entre lo incongruente y lo desconocido se hace complicado, y
como en este sentido me siento más cercana a Wittgenstein que a ningún otro, considero
que las discusiones metafísicas deberían disputarse en el foro olímpico, y que “aquí
abajo”, el ser humano, debería indagar sobre su obra y, creación, y sobre aquello
que puede llegar a conocer.
De esta manera, se nos abren puertas a la
perspectiva antropológica de la segunda parte del ejercicio. Asumiendo la
libertad de nuestra raza, ¿hay potencialidad en la misma, o estamos condenados a
un estatismo que nosotros mismos hemos bordado?
Resulta complicado no rendirse al
pesimismo. Teniendo en cuenta la necesidad social del hombre y el hecho de que
éste es "el camino más corto entre la vida y la muerte"[10], la humanidad jamás podrá
ser arquitecta de un proyecto relativo a su naturaleza misma a nivel
estructural, por simple falta de disposición y de tiempo: el individuo debe
satisfacer las exigencias sociales que el complejo social le exige para el
ahora, y la actividad constante, el movimiento, los quehaceres, lo alienan del
pensamiento estructural. Se corona al hombre que sabe encajar los golpes, pero
nunca al que sabe reconocerlos.
Siendo ésta la forma de vida y gobierno imperante, cargamos a nuestras espaldas una moralidad histórica podrida. Unas raíces de incompetencia, dependencia y crueldad demasiado arraigadas en la naturaleza humana como para jamás poder podarlas, no por imposibilidad real, si no por esa fidelidad terca a lo que la sociedad ordena y, por esa fidelidad terca al presente que siempre es "moderno", "justo" y "correcto". Por lo tanto, es complicado creer en la potencialidad del hombre, en el súper hombre a nivel estructural.
Eso no significa
que me alinee con la inacción de Ciorán, pero sí con su desesperanza.
Quizá también debamos jugar a la mentira. A nuestro rol de seres contingentes, finitos, que pasan una vez por el mundo y nada tienen que ver con nadie que no sean sus contemporáneos. Pero jugar desde el disfrute, "concebir todo movimiento como gesto, una especie de lenguaje en el que se oyen fuerzas pulsionales"[11], sucumbir a lo bello, y rendirnos al eterno retorno en su concepción moral, convertirnos, nosotros, y sólo nosotros, en lo que deseamos ser y preguntarnos: “¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella?”[12], para después, cerrar los ojos.
Quizá también debamos jugar a la mentira. A nuestro rol de seres contingentes, finitos, que pasan una vez por el mundo y nada tienen que ver con nadie que no sean sus contemporáneos. Pero jugar desde el disfrute, "concebir todo movimiento como gesto, una especie de lenguaje en el que se oyen fuerzas pulsionales"[11], sucumbir a lo bello, y rendirnos al eterno retorno en su concepción moral, convertirnos, nosotros, y sólo nosotros, en lo que deseamos ser y preguntarnos: “¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella?”[12], para después, cerrar los ojos.
María Trapero. Alumna de Bachillerato Internacional
[1] Kirk, G., Raven, J., Schofield, M: Los filósofos presocráticos, Gredos, Madrid,
1987,frg. 214, p. 284.
[3] Fink, E., La filosofía de
Nietzsche, Alianza, Madrid, 1994, p.109
[4] Wittgenstein, L., Tractatus Lógivo-Philosophicus, Altaya, Barcelona, 1997, p.23
[8] Cioran, E.M., Del
inconveniente de haber nacido, Taurus, Madrid, 1998, p.6
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